domingo, 31 de julio de 2016

Gidon Kremer - New Seasons (2015)



El primer contacto que tuvimos con Gidon Kremer fue en nuestra adolescencia y a través de una grabación de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi que el violinista realizó para Deutsche Grammophone bajo la dirección de Claudio Abbado. Aquel fue uno de los primeros compact disc que entró en la casa familiar y, por lo tanto, sonó con profusión durante mucho tiempo hasta que los nuevos discos que se iban adquiriendo le quitaban tiempo de reproducción poco a poco. Estamos lejos de ser entendidos en nada pero en aquel entonces lo éramos mucho menos y aquella versión siempre nos llamó la atención porque la encontramos muy diferente a otras que conocíamos.

Unos años después volvimos a encontrarnos con Kremer como intérprete del primer concierto para violín de Philip Glass. Ahí su forma de tocar nos enamoró y nos hizo apuntar su nombre como uno de nuestros violinistas de referencia. No nos hizo falta buscar mucho porque su violín iba apareciendo periódicamente en grabaciones de compositores en los que nos íbamos interesando a lo largo de los años. Desde Arvo Pärt hasta Vladimir Martynov, pasando por Astor Piazzolla, discos con la presencia de Kremer en los créditos se iban acumulando en nuestras estanterías.

El más reciente de ellos apareció durante el año pasado y en él, bajo el título de “New Seasons”, Kremer y su orquesta de cuerda, la Kremerata Baltica, revisan obras de cuatro compositores actuales: Philip Glass, Arvo Pärt, Giya Kancheli y Shigeru Umebayashi. Llama la atención la referencia en el título a las “estaciones” ya que esa parece una obsesión recurrente en la carrera de Kremer. El propio violinista hace referencia a ello en los textos que ilustran la grabación cuando recuerda entre sus interpretaciones más recordadas la ya citada de las “cuatro estaciones” de Vivaldi junto con las de las “cuatro estaciones porteñas” de Piazzolla o las “russian seasons” que el propio violinista encargó a distintos compositores años atrás. Kremer entiende las estaciones como ciclos vitales que son comunes a artistas de todas las épocas y, por tanto, una forma de confrontar estilos y tiempos diferentes con un mismo tema. El disco supone, además, el regreso de Kremer a Deutsche Grammophone después de más de diez años.


Gidon Kremer


El disco comienza con el segundo concierto para violín de Philip Glass, subtitulado “The American Four Seasons”. Surgió como un encargo del violinista Robert McDuffie para tener una composición que acompañase en sus programas de concierto habituales a las “Cuatro estaciones” de Vivaldi. Glass escribió cuatro movimientos precedidos de un prólogo y separados por tres canciones, todos ellos, prólogo y canciones, escritos para violín solo. El estilo de Glass es inconfundible y hemos de señalar que Kremer se ajusta al mismo con absoluta perfección dejándonos una grabación que complementa perfectamente la que el propio artista hizo del primer concierto del compositor, grabación aquella que, por otra parte, fue la primera de la obra. El contraste entre los enérgicos sonidos de los cuatro movimientos propiamente dichos del concierto y las delicadas canciones es uno de los grandes logros de la obra. De entre las segundas nos quedamos con la frágil “canción nº1”, de una emoción estremecedora que, además, enlaza con el movimiento más extenso del concierto, el segundo, que por su desarrollo nos recuerda mucho a su equivalente en el primer concierto del compositor, uno de nuestros momentos predilectos de todo el repertorio de Glass. También el dinámico tercer movimiento nos parece brillante y una buena muestra de la producción más clasicista de su autor en los últimos años.




Continúa el programa con una miniatura para cuerdas y coro, obra de Arvo Pärt, que lleva por título “Estonian Lullaby”. Es una canción compuesta en el año 2000 y revisada en 2006. Se trata de una exquisita melodía de un carácter mucho más lírico de lo habitual en el compositor estonio que se hace extremadamente corta.

No habíamos tenido aún en el blog ninguna obra del compositor georgiano Giya Kancheli por lo que haremos una breve presentación. Como tantos otros artistas de la antigua Unión Soviética, Kancheli se trasladó a occidente tras la caída del Muro de Berlín. En el caso de Giya, desde hace más de veinte años reside en Amberes. Al margen de música de concierto, ha escrito obras para teatro así como bandas sonoras para películas, especialmente antes de mudarse a Bélgica. La mayor parte de su producción es orquestal aunque tiene un buen puñado de obras de cámara. Tampoco hace ascos al uso de tecnología como queda claro en la obra que aquí se incluye, la extensa “Ex Contrario” para violín, violonchelo, samplers, bajo y compact disc. La pieza, escrita en 2006, comienza con unos compases de teclado rápidamente secundados por las cuerdas en un tono oscuro y lúgubre. Se produce en estos primeros momentos un fuerte contraste entre el clavicordio, más luminoso, y la orquesta, que termina ganando la batalla. Lo que sucede después tiene mucho que ver con las corrientes de finales del siglo pasado en las que la atonalidad comienza a dejar paso de nuevo a la melodía aunque todo ello dentro de un contexto poco dado a la floritura innecesaria o a la expresión de júbilo. La segunda mitad de la pieza gana en fuerza todo lo que la primera tenía de introspectivo. El drama se eleva por encima de todo lo demás y, con una interrupción que parecía sonar a tango, entramos en una impresionante parte final en la que encontramos alguna similitud (quizá el tango al que nos referíamos antes tenga algo que ver) con algunas obras del polaco Zbigniew Preisner.

Cerrando el disco tenemos una breve pieza del compositor japonés Shigeru Umebayashi, perteneciente a la banda sonora de la película “In the Mood for Love” (2000), campo el de la música para cine en el que el músico es especialista. Resulta muy curioso que la melodía, un tango de gran belleza, también nos traiga a la cabeza inmediatamente a Preisner y muy especialmente a su música para la trilogía de Kieslowski, “Tres Colores”. De no venir indicada su autoría en el disco, habríamos apostado sin dudarlo por el compositor polaco.

Aunque cuenta en su haber con muchas grabaciones de autores “clásicos” como J.S.Bach, Vivaldi, Prokofiev, Tchaikovski o Shostakovich, Kremer es uno de esos intérpretes que quiere mantener una relación estrecha con la música de su tiempo, por lo que en su repertorio nunca faltan autores vivos, con muchos de los cuales mantiene una activa relación. Esto es muy de agradecer ya que muchos de los grandes nombres de la interpretación parecen tener alergia a lo que se hace hoy en día y es raro encontrar a las “figuras” arriesgándose con este tipo de músicas. Es por ello que merece mucho la pena seguir la trayectoria de determinados intérpretes carentes de complejos ya que pueden ser una buena guía para descubrir compositores contemporáneos en los que, de otro modo, quizá no nos fijaríamos nunca. Gidon Kremer es uno de ellos.


 

jueves, 28 de julio de 2016

Battiato - Fetus (1972)



Cuando un artista es tan grande que es capaz de crear obras maestras en estilos de lo más diverso corre el riesgo de hacerse popular precisamente por la vertiente menos interesante de su carrera. Algo así le ocurre al personaje que traemos hoy por vez primera al blog.

Hay pocas cosas que no haya hecho Franco Battiato en la música. Desde la canción protesta hasta la ópera pasando por la experimentación electrónica, el rock progresivo, el pop, el tecno-pop o su participación en el Festival de Eurovisión, su talento ha encontrado siempre una vía de expresión en cada momento. Vamos a comenzar casi por el principio con un Battiato que había publicado unos cuantos singles en la onda tradicional de la canción italiana de la época (baste decir que llegó a competir con Albano Carrisi en algún concurso radiofónico que ganó, claro está, éste último). Por aquel entonces conoció a Juri Camisasca colaborando con su banda de rock progresivo. Junto a ellos grabó “La Convenzione”, un extraño disco colaborativo en el que aparecían temas de Franco y Juri por separado más uno de Osage Tribe, la primera banda de Battiato.

En 1972 apareció el primer disco firmado por de Battiato bajo el título de “Fetus”y subtitulado “Ritorno al Mondo Nuevo” en homenaje a la novela de Aldoux Huxley “Un mundo feliz” y, más concretamente, a la recopilación de ensayos sobre la misma que el propio escritor publicó un par de décadas más tarde titulada, precisamente,  “Regreso a un mundo feliz”. El disco es un trabajo conceptual sobre la reproducción artificial utilizada en la novela y a ella se refieren la mayor parte de los títulos del mismo. Para dar forma a la idea, Battiato se vale de los recursos más vanguardistas del momento: sintetizadores y demás aparataje electrónico, técnicas de composición aprendidas de los músicos más avanzados (recordemos que llegó a trabajar con Stockhausen en aquel tiempo) y un marco formal que podríamos encuadrar dentro del “rock progresivo” más arriesgado.

Los músicos participantes en “Fetus” son: Gianfranco D'Adda (batería, percusión), Gianni Mocchetti (guitarras, bajo, coros), Riccardo Rolli (guitarras y coros), Pino Massara (teclados), Alberto Mompellio (teclados), Sergio Almangano (violín) y Rossella Conz (voz). El propio Battiato canta y toca la guitarra eléctrica y los sintetizadores.

Franco Battiato en 1972


“Fetus” - El CD (que no el disco como aclararemos más tarde) se abre con el hoy tópico recurso de utilizar un latido de corazón como ritmo central. Battiato canta un par de estrofas sobre él antes de pasar al meollo del tema, presentado por el crudo sonido de los sintetizadores analógicos de la época. Ayudados por guitarras eléctricas y percusiones dibujan un pasaje muy interesante que concluye con una breve pieza acústica.




“Una Cellula” - El segundo corte se parece más, formalmente, a la típica canción melódica de los sesenta pero los arreglos electrónicos tienen una personalidad suficientemente importante para alejar esa idea de nuestra mente. La parte final del tema es una buena muestra de ello con unas percusiones muy acertadas que acompañan perfectamente el solo de sintetizador.

“Cariocinesi” - No llega a los dos minutos el siguiente corte en el que se mezcla rock'n'roll con jazz y efectos sintéticos y hasta algún toque folk. Un rareza exquisita en la que destacan especialmente el violín y el contrabajo en un dueto lleno de ritmo.

“Energia” - Realmente el disco de vinilo en su edición original comenzaba con este corte en el que voces infantiles se combinan en un principio con la melodía principal de “Fetus”, la pieza que en CD ocupa el primer puesto del “tracklist”. Tras una breve pausa entramos en la parte central de la composición en la que la voz de Battiato se combina con ritmos y sonidos que recuerdan a los primeros Kraftwerk, contemporáneos de esta grabación.

“Fenomenologia” - Con una serie de acordes de guitarra en el más puro estilo de Pink Floyd o, por qué no, de Premiata Forneria Marconi, comienza una de las mejores canciones del disco con un Battiato perfectamente reconocible incluso por los que sólo tienen como referencia sus discos más conocidos de los años ochenta. Como ocurre en todo el trabajo, las canciones tienen un montón de variaciones y esta incluye un extraño estribillo en el que el artista canta repetidamente la ecuación que define la forma de una onda sinusoidal justo antes de introducirnos en un psicodélico pasaje electrónico que concluye de forma similar a como empezaba el tema minutos antes.

“Meccanica” - Quizá la pieza más experimental del disco. Sintetizadores y percusiones desatadas dibujan un paisaje propio del floreciente rock progresivo de entonces que desemboca de forma algo atropellada en una segunda parte en la que el bajo eléctrico y el violín presentan el tema central que luego desarrollarán los teclados. Una breve intervención vocal se ve interrumpida por un nuevo “riff” electrónico y ambas escenas se alternarán durante unos minutos con la incorporación final de unos fantasmagóricos coros que parecen sacados de una obra de Ligeti. La referencia nos parece menos casual cuando escuchamos fragmentos de conversaciones de los astronautas del Apolo XI combinados con música clásica (en este caso, de J.S.Bach). Es inevitable entonces pensar en “2001” de Stanley Kubrick, influencia más que probable, habida cuenta del poco tiempo que había transcurrido en el momento de la grabación del disco desde el estreno de la película.




“Anafase” - Más referencias espaciales aparecen en los textos del comienzo del siguiente corte, tan vanguardista como el anterior y compuesto, en realidad de varios micro-temas que bien podrían haber tenido títulos separados (algo aplicable, en realidad, a la práctica totalidad del disco). Los sonidos electrónicos están a la altura de los que empleaban en la época los pioneros alemanes de los sintetizadores y, de hecho, pasarían desapercibidos en cualquiera de los primeros discos de Tangerine Dream o Klaus Schulze. Incluso la utilización del órgano en el segmento final es muy característica de los estilos de ambos. Cerrando la pieza escuchamos de nuevo una referencia a otro de los cortes anteriores del disco: “Fenomenología”.




“Mutazione” - Concluye el trabajo con otra canción memorable en la que tenemos todos los elementos de la música más avanzada de aquellos años dentro del ámbito de la música popular: guitarras “floydianas”, percusiones propias del rock progresivo, coros psicodélicos y efectos electrónicos de primera fila. Todo ello adornando un emocionante “in crescendo” que pone el punto final al disco de un modo inmejorable.

Nos llama mucho la atención el hecho de que en la edición en CD que tenemos del disco, éste venga rotulado como “sperimentale 72-78” y también que tres de los ocho cortes del mismo vengan fechados en 1975 cuando según todas las referencias que encontramos, el disco se publicó en 1972. Ignoramos si esto se debe a que alguna de las versiones de nuestra edición se corresponden con regrabaciones posteriores de esos mismos cortes.

Hecha esta precisión, queremos terminar manifestando nuestra gran admiración por Franco Battiato como artista y pensador. En su faceta musical ha sido capaz de hacer grandes cosas en géneros completamente diferentes alcanzando el éxito de la forma más insospechada. También esos discos “pop” de los ochenta que le dieron la fama en nuestro país nos parecen extraordinarios pero es la primera etapa de su carrera, la que se abre con “Fetus”, la más fascinante de todas y a la que, seguro, dedicaremos más entradas en el futuro. Si no habéis tenido la ocasión de disfrutarla aún, os la recomendamos vivamente.

domingo, 24 de julio de 2016

Oystein Sevag - European Roots Vol.1, Early Works (2000)



Mientras escribíamos la anterior entrada del blog, dedicada a Bill Douglas, nos dábamos cuenta de las similitudes que existen entre las carreras del músico canadiense y el protagonista de la reseña de hoy, un viejo conocido de los lectores. No pensamos tanto en el estilo como en la evolución de ambos desde una formación clásica con incursiones en el jazz hacia la música “new age”, género éste en el que los dos se hicieron un nombre gracias a la publicación de trabajos magníficos.

La diferencia más relevante es que, si bien de la obra de Douglas anterior a su salto a la fama no tenemos noticia al margen de alguna reseña perdida de alguna pieza de cuyo rastro poco más hemos sabido (de grabaciones, por supuesto, ni hablamos), en el caso de Sevag sí existe una ventana hacia ese pasado desconocido no hace tanto tiempo.

Hablamos tiempo atrás de un disco en el que aparecían sus primeros experimentos electrónicos, fechados entre 1983 y 1990 pero no era ese el único tipo de música que Sevag compuso en aquellos años. Antes de eso había tocado en bandas de rock y jazz junto a algunos de los más importantes músicos de Noruega, muchos de los cuales le acompañarían después en sus más importantes trabajos. En 1984, buscando una orientación para su carrera, tomó la decisión de aislarse durante unos meses en Triora, un pequeño pueblo medieval de menos de 500 habitantes situado en el norte de Italia. Allí escribió un cuarteto de cuerda que marcó de forma clara la dirección a tomar en lo sucesivo. Los años siguientes fueron de gran experimentación llegando a componer una pieza electrónica cuya ejecución abarcaría 312836848952048476111942888886103770498 años. No, no se nos ha quedado la mano sobre el teclado del ordenador: esa es la duración exacta de una composición que no entró en el libro Guinness de los récords porque no había forma de asegurar que el aparato encargado de interpretarla tuviera suficiente vida útil para hacerlo. La mayor parte de esas obras aparecieron en el disco al que nos referíamos antes: “Private Collection: Electronic Landscapes 1983-1990”. En esos años dio forma al que sería su gran proyecto; “Close Your Eyes and See”, disco grabado en su propio estudio en 1989. Durante la composición del mismo, Sevag escribió otra obra de cámara en la forma de un quinteto de viento.

Tanto el cuarteto de cuerda de 1984 como el quinteto de viento de 1987 forman parte de “Early Works”, el primer volumen de la colección denominada por Oystein Sevag, “European Roots” que apareció en 2000 sin que hasta el día de hoy hayamos podido disfrutar de ninguna de las secuelas anticipadas por el propio indicativo del número de volumen. Los músicos que interpretan el cuarteto “Triora” son María Sevag (violín), Miriam Rudloph (violín), Beatrix Hülsemann (viola) y Ute Petersilge (violonchelo). El quinteto de viento lo ejecutan: Gro Sandvik (flauta), Steinar Hannevold (oboe), Lars Kristian Brynildsen (clarinete), Ilene Chanon (trompa) y Per Hannevold (fagot).

Imagen de las calles de Triora.


“TRIORA”

“I. Allegro deciso” - Cuenta Sevag cómo para él era muy difícil integrarse en la música de su tiempo cuando sus referentes eran clásicos, especialmente Beethoven, lo que, a la hora de plantearse escribir un cuarteto de cuerda  es una referencia más que ambiciosa. A la hora de la verdad, lo cierto es que la composición del músico noruego no es especialmente nostálgica de tiempos pasados y está teñida de un sonido absolutamente contemporáneo. El primer movimiento muestra motivos muy bellos pero no está exento de una tensión muy acorde con la modernidad y tiene un acerado sentido dramático.

“II. Tranquillo” - Mucho más reposado es el segundo movimiento de la obra, con temas en los que creemos ver una raíz folclórica muy presente lo que, al menos por ese lado, lo emparenta con otro gran maestro del cuarteto de cuerda como fue Bartok. Sevag se revela aquí como un compositor extraordinariamente dotado que podría haber construido una carrera muy sólida dentro de la música académica de habérselo propuesto.

“III. Scherzo” - Nuestro movimiento favorito de la obra es este tercero en el que nos parece encontrar influencias de maestros como Bernard Hermann, especialmente en el uso de los violines para crear atmósferas llenas de tensión que son maravillosamente aprovechadas por viola y violonchelo (especialmente por éste último) para dibujar inquietantes espirales melódicas que le dan a la obra una componente cinematográfica muy importante.

“IV. Molto tranquillo” - A modo de interludio, el cuarto movimiento de la obra no rebaja un ápice el sentido dramático de los anteriores mientras nos conduce hacia el desenlace. La música es gélida como corresponde al origen del compositor y nos recuerda en algún momento a otros autores de procedencia igualmente nórdica como Arvo Pärt o Erkki Sven Tüür.

“V. Presto” - La conclusión del cuarteto vuelve a evocar en nosotros imágenes de cine. Atmósferas sonoras de pantallas en blanco y negro, escenas no demasiado iluminadas y todo ello, sencillamente con el uso de un temas musical muy sencillo pero también muy poderoso.


“THE LYRICAL JOKE IN THE SECRET GARDEN WHEN THE LEAVES ARE FALLING”

“I. In the Lyrical Joke” - Desde el primer momento, Sevag enfoca esta obra como una broma musical pero lo cierto es que no nos lo parece en ningún momento. Los ritmos de este primer movimiento tienen una cierta raíz minimalista, si por tal entendemos la forma de manejar los instrumentos de viento de compositores como Wim Mertens, Michael Nyman o Jean Philippe Goude (especialmente de éste último). Cierto es que hay un aire desenfadado en toda la pieza pero eso, lejos de quitarle seriedad, la hace mucho más atractiva a nuestros oídos.

“II. In the Secret Garden” - El segundo movimiento es más reposado y en él apreciamos un finísimo sentido melódico que ya destacaba en el Sevag “electrónico” que conocíamos pero que no es tan fácil de desplegar en un formato como este sin caer en el uso de temas intencionadamente pegadizos  y de engañoso atractivo. Estamos ante una joyita que podría haber quedado en el olvido y que justifica la validez de un proyecto como el que representa este disco.

“III. When the Leaves Are Falling” - El cierre de la obra es extraordinario. Una fiesta de ritmo y melodía sin apenas descanso con elementos minimalistas magistralmente utilizados como las bases sobre las que edificar una sólida propuesta musical. Como ocurre en otros momentos del disco, nos parece apreciar elementos folclóricos como parte de algunas melodías lo que revelaría un profundo respeto del artista noruego por sus raíces, algo que siempre nos ha parecido intuir en otras de sus obras.

No podemos negar que fue toda una sorpresa para nosotros escuchar estas dos obras de Sevag años atrás. Teníamos al noruego por un músico muy competente, capaz de crear piezas extraordinarias como ese clásico de su género que es “Horizon” y de grabar grandes discos en estilos tan diferentes como el “ambient” o incluso el jazz pero desconocíamos por completo su faceta clásica. Ni por asomo pensamos que dentro de ese ámbito, Sevag hubiera escrito obras de la categoría de las incluidas en el disco que hoy hemos comentado así que la conclusión, casi inevitable habida cuenta de lo dicho anteriormente es que estamos ante un músico de gran categoría, cuyos méritos no quedan circunscritos a un género concreto sino que van más allá de clasificaciones.

No es habitual encontrar este tipo de artistas de los que sólo podemos lamentarnos por lo relativamente escaso de su producción discográfica y es que cada uno de sus trabajos nos deja con más ganas de escuchar los siguientes. Seguro que los que conozcáis a Sevag y no hayáis tenido la oportunidad de escuchar este disco, os vais a llevar una grata sorpresa si cae en vuestras manos. Estamos convencidos.


lunes, 18 de julio de 2016

Bill Douglas - Jewel Lake (1988)



Hemos hablado muchas veces de artistas que, comenzando su carreras en géneros populares, terminan por hacerse un nombre en los círculos académicos. Hoy tenemos un ejemplo opuesto. Un artista formado en el más estricto academicismo que alcanza su mayor difusión entregándose sin reparos a un género tan denostado como el de la música “new age”.

Bill Douglas, pianista e intérprete de fagot, comenzó a escuchar rock'n'roll en los años 50, llegando a componer algunas canciones en ese estilo. Sin embargo, pronto se intereso por la música clásica y el “jazz”, clara influencia de sus padres, trombonista en una “big band” él y organista de iglesia ella. Apenas con 13 años comenzó a estudiar fagot y poco después estaba componiendo piezas jazzísticas en la linea de sus admirados Bill Evans, Miles Davis o John Coltrane. Poco después se graduó como pianista en el Conservatorio de Toronto y puso sus ojos (sus oídos, deberíamos decir) en la música culta contemporánea.

Ya en Yale conoce a quien fue durante un tiempo su pareja artística: el extraordinario clarinetista Richard Stoltzman, figura de su instrumento y uno de los más importantes intérpretes de su época (Takemitsu o Steve Reich compusieron piezas para él). Juntos grabaron y tocaron en muchas ocasiones con un repertorio que incluía piezas clásicas y de jazz pero también composiciones del propio Douglas.

A mediados de los años setenta, tras haber acompañado al piano a figuras como Gary Burton, comienza a compatibilizar los escenarios y docencia, aprovechando, además, para escribir sus propias piezas y ampliar sus estudios profundizando en la música brasileña, india, etc. Sin embargo, el gran impulso de su carrera, el momento en que todo cambió iba a producirse en 1986. Richard Stoltzman iba a publicar “Begin Sweet World”, un disco con piezas clásicas y de jazz. Para la grabación, Stoltzman contaría con una pequeña banda en la que Douglas tocaría el piano y el fagot pero también era el autor de seis piezas, entre ellas, la que daba título al disco. Era esta una composición maravillosa para piano y clarinete que alcanzó una gran difusión lo que animó a nuestro artista a lanzarse en solitario.

Su debut se produjo en Hearts of Space, uno de los sellos que contribuyeron a dar forma a la “new age” como género en los años ochenta. Stephen Hill, su director, era el director de un popular programa de la NPR, la radio pública estadounidense que desde 1973 y hasta nuestros días se dedica a la difusión de este tipo de música. En 1984, Hill fue un paso más allá y creó su discográfica con el mismo nombre que el show radiofónico. El locutor y nuevo mecenas quedó fascinado por la colección de piezas que Douglas le presentó y que en 1989 iban a conformar “Jewel Lake”, el disco que hoy comentamos aquí. Participan en la grabación: Lisa Iottini (oboe), Anne Stackpole (flauta), Geoff Johns (percusión) y Jane Grimes (voz). Douglas interpreta piano, fagot y sintetizadores.

Bill Douglas


“Angelico” - Con suaves arpegios electrónicos comienza una pieza encantadora. No tardamos en escuchar el fagot de Douglas ejecutando una melodía de una belleza extraordinaria, característica esta común a todas las composiciones del disco y es que estamos en presencia de uno de los mejores escritores de melodías “puras” que hemos conocido. Presentado el tema central asistimos a una no menos bella pieza de teclado que nos arrulla hasta llegar a la repetición del tema principal como cierre.

“Highland” - Douglas estudió en su etapa formativa las músicas de la India y África entre otras pero la gran inspiración de buena parte del disco es celta. Esta danza, quizá una de sus composiciones más célebres, es un claro ejemplo de esto que decimos. Sobre un fondo de percusiones precioso comienza la ejecución del tema central al unísono entre la flauta y los sintetizadores haciendo las veces de arpa. La melodía es prodigiosa y hace de “Highland” una de las piezas imprescindibles, no ya de la carrera de Douglas como músico sino de la “new age” como género. Una composición para ser escuchada una y otra vez.




“Lullaby” - Esta vez es el piano el instrumento escogido para introducirnos en la pieza, una delicada canción de cuna con el oboe como protagonista. En muchos sentidos, el tema es primo-hermano del anteriormente citado  “Begin Sweet World” que Douglas compuso para Richard Stoltzman.

“Infant Dreams” - Continuamos con los tiempos lentos, dulcificados aún más, si cabe, por la elección de los sonidos del sintetizador, tópicos y escuchados hasta la saciedad en centenares de producciones del género. La diferencia, y lo que hace de esta pieza algo especial, es la brillantez de su melodía, delicada como salida de una cajita de música.

“Killarney” - Volvemos a la influencia celta con otra animada danza muy próxima en todos los sentidos a “Highland” con la que comparte también instrumentación y esquema con una percusión brillante y un trabajo de teclados de gran altura. Una composición esta que, al margen de las voces, tiene mucho en común con las que aparecían en “The Celts” de la irlandesa Enya, publicado pocos meses antes.

“Hymn” - Una de las mayores descargas de emotividad del disco llega con este “himno”, melódicamente insuperable y con una interpretación conmovedora de Lisa Iottini rodeada de los teclados de Douglas que, por un momento, nos recuerda al Vangelis más sentimental a pesar de que los estilos de ambos sean tan diferentes en apariencia.




“Dancing in the Wind” - Flauta y sintetizadores vuelven a unir fuerzas en otra alegre danza de inspiración celta con toques clásicos. A estas alturas uno ya ha perdido la cuenta del número de excelentes melodías que han sonado en el disco y apenas hemos transitado por la mitad del mismo.

“Folk Song” - Si hay un “pero” que le podemos poner al disco (a la obra de Douglas en general) es la falta de tensión, la carencia de momentos dramáticos así como la poca ambición a la hora de escoger los sonidos electrónicos. Esta pieza es un buen ejemplo de esto: un magnífico tema central, bien interpretado en sus partes acústicas pero con el lastre del uso de timbres excesivamente manidos, incluso para su época. Si algún día alguien se plantease una revisión de la obra de Douglas en un formato de cámara exclusivamente acústico, es muy probable que su obra ganase en prestigio incluso en círculos clasicistas.

“Flower” - Uno de los temas con mayor profundidad del disco, apoyado en el registro más grave del fagot es este, que llega en el momento justo para cambiar un poco el tono general del trabajo. El estilo es el mismo, eso es indudable, pero el tono, más triste, y el uso de dos instrumentos solistas diferentes (en la segunda parte el oboe tiene también su cuota de protagonismo) lo diferencian algo del resto.

“Karuna” - Si eso fuera posible en un disco de estas características, diríamos que atravesamos la etapa más oscura del mismo. La percusión, de clara influencia india en esta ocasión, se alía con los sintetizadores para dibujar un fondo inquietante sobre el que el oboe esboza una melodía de aire oriental. Quizá por ser tan distinto al resto, es éste uno de nuestros cortes favoritos del disco.

“Caroline” - Oboe y piano se unen en una pieza de formato más clásico en su inicio que abunda en el esquema habitual de la música de Douglas: introducción de teclado o instrumento solista, melodía central a cargo de éste último, puente de piano o sintetizador y repetición del tema central como cierre. Una fórmula sencilla pero difícilmente mejorable habida cuenta de la calidad compositiva de cada una de las piezas.

“Innisfree” - Llegando ya al final del disco, Douglas nos muestra esta pieza de sintetizador que es “new age” en estado puro, sin ambages. Quizá de lo más prescindible de todo el trabajo aunque entendiendolo como transición hacia el siguiente tema se hace más llevadera.

“Deep Peace” - Escuchamos aquí por primera y única vez en el disco la voz de Jane Grimes interpretando una bendición gaélica sobre un fondo de teclados. Más tarde será el fagot el que dé la réplica repitiendo la melodía central antes de que la propia cantante cierre la balada con gran delicadeza.




“Jewel Lake” - El tema anterior tenía todas las trazas de ser un gran cierre para el disco pero Douglas se reservaba una miniatura de gran belleza que contiene una de las más bellas melodías de un disco cuajado de ellas.

A priori, discos como este “Jewel Lake” de Bill Douglas abundaban en los años ochenta y noventa. Trabajos con melodías de inspiración celta, dulces sonidos electrónicos con acompañamientos más o menos clásicos en formatos de cámara y protagonismo absoluto de la melodía. ¿Qué le hace, por lo tanto, tan especial a nuestro juicio? La respuesta es sencilla: la incomparable calidad de todas y cada una de las melodías que el músico canadiense incluye en el trabajo. Ese es el sello de distición de su obra y, muy particularmente, de su disco de debut y es lo que nos hace situarle entre los 5 o 6 mejores discos de un género tan difuso como la música “new age”. En esta categoría hay muy pocos trabajos que puedan resistir la comparacaión con “Jewel Lake” con un mínimo de dignidad. Apenas alguno de David Lanz, Ira Stein o Chris Spheeris podrían situarse en un plano de igualdad con el de Douglas.

Durante una época muy concreta fuimos devotos seguidores de muchos de los músicos que encuadraron en la corriente “new age”, hicieran o no realmente ese tipo de música. Pasado el tiempo, muchos de aquellos discos y artistas teminaron en un lugar algo apartado de nuestra discoteca y rara vez encontramos el momento para recuperarlos. Entre los que consiguieron resistir esa marginación se encuentra, sin duda “Jewel Lake” un trabajo a rescatar por parte de todos aquellos que lo conozcáis y a descubrir por los que aún no hayáis tenido esa suerte.

miércoles, 13 de julio de 2016

Terry Riley - The Cusp of Magic (2008)



Una de las asociaciones musicales más fructíferas de las últimas décadas es la que une al compositor Terry Riley con el Kronos Quartet dirigido por David Harrington. Ambos personajes se conocieron en la década de los setenta y pronto entablaron una gran amistad que ha llegado hasta nuestros días. No es la primera vez que hablamos de esta relación aquí por lo que tampoco es cuestión ahora de repetir cosas ya dichas. Centrándonos en lo musical, baste señalar que Harrington fue el responsable de que Riley volviera a escribir música sobre partitura, especialmente para formatos clásicos como el propio cuarteto de cuerda. A lo largo de los años setenta el compositor había abandonado la escritura y toda su actividad musical se basaba en la improvisación, especialmente en directo. De haber seguido con esta forma de actuar, es probable que buena parte de la obra del músico se hubiera perdido para siempre o, a lo sumo, estaría guardada en los archivos sonoros de algún teatro. No es que el hecho de que exista la música escrita garantice su supervivencia o su publicación. Sin salirnos del Kronos Quartet, Riley ha escrito decenas de obras para ellos que aún no han sido publicadas en un soporte sonoro aunque sí han sido interpretadas en directo. Creemos, no obstante, que poco a poco todo este material irá viendo la luz pero por ahora nos centramos en el que hay disponible ya comenzando por este “The Cusp of Magic” que hoy nos ocupa.

La pieza, de gran extensión como muchas de las que Riley ha escrito para el Kronos Quartet, fue un encargo de Harrington para celebrar el 70º cumpleaños del compositor en 2005, aunque la grabación que comentamos data de unos años después. “The Cusp of Magic” no es tampoco un cuarteto de cuerda al uso ya que, además del grupo de David Harrington, participa en él Wu Man, la intérprete china de “pipa” (especie de laúd originario del país asiático). También se escuchan diversos instrumentos de percusión interpretados por los miembros del cuarteto quienes, por su parte, ejecutan pistas por separado de cada uno de sus instrumentos de forma que en la audición final del disco, escuchamos muchas más cosas de las que sonarían en un cuarteto de cuerda convencional.

Riley enfoca la obra como un chamán que dirige una ceremonia. De hecho el título hace referencia a la transición astrológica entre los signos de Géminis y Cáncer, coincidente con el solsticio de verano y que simboliza para los aficionados a estas materias el cambio de la adolescencia a la edad adulta. Los movimientos que abren y cierran la obra están basados en las ceremonias de los nativos americanos con sustancias como el peyote. Otros incluyen melodías ajenas al propio Riley, algunas obra de Wu Man y otras procedentes de sintonías de dibujos animados rusos. También escuchamos juguetes musicales propiedad de la nieta de David Harrington representando lo que para el violinista son los momentos más mágicos de su vida: las tardes de niño jugando en casa de su abuela. Aparecen ritmos cercanos al flamenco o al son montuno cubano... Toda la obra es una celebración de la vida, en suma, en la que Riley realiza una de sus más grandes composiciones de los últimos años.

Integran el Kronos Quartet en el momento de la grabación: David Harrington y John Sherba (violines), Hank Dutt (viola) y Jeffrey Zeigler (violonchelo).

El Kronos Quartet con Wu Man durante una interpretación de la obra.


“I. The Cusp of Magic” - Ya hemos dicho que esta obra no es exactamente un cuarteto de cuerda pese al innegable protagonismo del Kronos Quartet. Riley no quiere mantenernos en la duda ni un segundo y da comienzo al primer movimiento con una serie de percusiones que marcan un ritmo ritual, cadencioso e hipnótico. Las cuerdas aparecen después interpretando varias melodías no del todo definidas, que van creciendo compás a compás. En la parte central del movimiento las cuerdas se asocian para crear un fondo musical más coherente que sirve para dar pie a la intervención de Wu Man a la pipa. Los primeros momentos son de total protagonismo de la instrumentista china pero poco a poco va integrándose en el cuarteto en una mezcolanza extraña pero fascinante. La parte final trae al primer plano a las cuerdas con los arpegios característicos del minimalismo más clásico que sirven de transición hacia una conclusión llena de cambios de ritmo y de una gran complejidad.




“II. Buddha's Bedroom” - La pipa abre el movimiento con un tema de aire tradicional. El cuarteto entra después dando la réplica de diferentes formas, incluyendo secciones en “pizzicato” o un acompañamiento de tintes jazzísticos a cargo del violonchelo que emula un contrabajo con absoluta destreza. A continuación se produce una pausa tras la que Wu Man comienza a interpretar una canción de cuna de entre las que acostumbraba a cantar a su hijo, Vincent. Terminado ese delicado momento, volvemos a escuchar al Kronos en un fragmento robusto  y enérgico en una linea próxima a las colaboraciones habituales de Riley con la formación de Harrington.

“III. The Nursery” - El tercer movimiento, mucho más breve, también cuenta con Wu Man cantando una nana aunque el esquema es muy diferente. Se escuchan multitud de juguetes sonoros acompañando al cuarteto como correspondería al ambiente de una guardería. Todo el tema, en general, tiene un tono tradicional y el cuarteto se limita a la ejecución de una especie de letanía en segundo plano.

“IV. Royal Wedding” - Recupera Riley para este movimiento una canción que escribió para la boda de unos amigos. Como corresponde a la situación, es una música, alegre, vital y con un optimismo contagioso, no muy común en la obra del autor. Más tarde los músicos se embarcan en un viaje a lo largo de la india, influencia capital en la obra de Riley que abarca el resto del movimiento con un despliegue de ritmos y cadencias de esa procedencia.




“V. Emily and Alice” - A lo largo de sus viajes por el mundo, David Harrington ha hecho acopio de una importante colección de instrumentos de juguete de todas las procedencias. Estos pasaban a manos de su nieta Emily y de la hija de la manager del cuarteto, Janet Cowperthwaite: Alice. Parte de esos juguetes suenan aquí en un movimiento que toma prestadas melodías de “Cheburashka”, personaje de dibujos animados ruso y también de obras de similar temática como “El Cascanueces” completando el homenaje a la infancia que son los movimientos centrales de la obra.




“VI. Prayer Circle” - Para cerrar “The Cusp of Magic”, Riley nos muestra esa extraña mezcolanza entre flamenco y son montuno a la que nos referíamos en la introducción. Una elección sorprendente que funciona perfectamente como base de una composición en la que vemos a un Riley inmediatamente reconocible, especialmente por parte de los oyentes acostumbrados a su escritura para cuarteto. La aportación de Wu Man es extraordinaria complementando en todo momento al resto de músicos y consiguiendo que su presencia suene completamente natural.

Hace apenas unas semanas que el Kronos Quartet volvió a rendir un homenaje a Terry Riley, esta vez con ocasión del 80º cumpleaños del compositor. Este consistió en un gran concierto celebrado en San Francisco con multitud de invitados (Wu Man entre ellos) en el que se interpretó música del propio Riley junto con otras piezas especialmente escritas para la ocasión por otros artistas, incluyendo a Yoko Ono o Pete Townshend de quien se estrenó un arreglo para cuarteto de cuerda de su “Baba O'Riley”, aquel homenaje al compositor presente en el disco de The Who, “Who's Next”.

Recientemente se ha publicado una caja recopilatoria que contiene todas las grabaciones que el Kronos Quartet ha realizado de música de Terry Riley, incluyendo ésta que comentamos hoy. Para aquellos seguidores tanto del grupo como del compositor que no posean ya los discos por separado, es una compra poco menos que imprescindible.


sábado, 9 de julio de 2016

Astor Piazzolla - Libertango (1974)



Llama la atención la cantidad de veces que se repite esta situación: músicos grandes en su género son acusados en un momento determinado de su carrera de “traición” con argumentos del tipo de: “su música ya no es (rellenar con el estilo que uno crea conveniente)”. Esta clase de reproches suelen ser hechos a artistas que van un paso por delante del resto y, fundamentalmente, por parte de otros artistas que carecen de esa visión diferencial que separa al buen músico del genio. Acabamos de hablar en el blog de Miles Davis quien recibió críticas de ese jaez precisamente después de grabar alguno de los trabajos que hoy forman parte del los considerados de forma casi unánime como obras maestras del jazz. En su momento muchos dijeron que aquello “no era jazz”.

Otro ejemplo muy significativo lo “sufrió” (entrecomillamos porque no creemos que aquello le influyera lo más mínimo) Astor Piazzolla, quien tuvo que escuchar en muchas ocasiones aquello de que “lo que él hacía no era tango”. Lo cierto es que no tenía por qué serlo. Piazzolla creció escuchando tango y estuvo muy próximo a figuras como la de un tal Carlos Gardel o Aníbal Troilo en cuya orquesta tocó con sólo 18 años, pero su formación académica estuvo enfocada hacia el clasicismo estudiando con los mejores maestros de su tiempo. Además su carrera discurrió paralela al desarrollo de un género como el jazz, música que le entusiasmó y cuya influencia no podía serle ajena.

La etapa más popular y probablemente también la más creativa transcurrió durante los años en los que lideró su célebre quinteto, formación que posteriormente amplío hasta componer para un octeto o un noneto relativamente estables, reforzados en muchos momentos por una sección de cuerdas. Al frente de una de esas formaciones grabó el disco que hoy comentamos aquí. “Libertango” fue creado en una etapa de especial fertilidad del músico argentino quien, tras sufrir un infarto unos meses antes, se trasladó a Italia donde daría comienzo su época más experimental en la que iba a jugar con todas las influencias citadas (clásica y jazz) e incluso con algo de rock. Lo interesante de “Libertango”, al margen de su calidad intrínseca y de la difusión que alcanzaría la composición que presta su título al disco, fue el éxito que obtuvo a nivel internacional (es decir, fuera de Argentina). Esto hizo que buena parte de la crítica del país que le acusaba de hacer algo diferente del tango, un sucedáneo desvirtuado, se replantease esa posición y comenzase a mirar a Piazzolla con otros ojos.

Para grabar “Libertango”, el músico se rodeó de algunos de los mejores músicos de estudio del momento de la escena italiana (muchos procedentes del mundo del jazz). Sería lógico dudar de la idoneidad de estos para interpretar una música con una raíz tan sólida en un estilo folclórico procedente del otro lado del Atlántico pero si nos planteamos el disco como una fusión entre estilos diferentes, como un paso adelante en pos de una obra que trascienda las barreras de un género concreto, la elección de músicos ajenos a la tradición tanguista se revela como un gran acierto. Intervienen en el disco: Felice da Via (piano, órgano Hammond), Gianni Zilioli (Hammond, marimba), Marlene Kessik, Hugo Heredia y Gianni Bedori (flautas), Pino Presti (bajo), Tullio de Piscopo (batería y percusiones), Filippo Dacco (guitarra eléctrica), Andrea Poggi (timbales, percusiones) y una pequeña sección de cuerda liderada por el célebre director de orquesta y sobrino del gran pianista Arturo con el que comparte apellidos: Umberto Benedetti Michelangeli (violín).

Astor Piazzolla


“Libertango” - Abre el disco una intensa melodía de bandoneón propulsada por un excelente trabajo de la batería y el bajo eléctrico. La entrada de la orquesta de cuerdas aporta un toque cinematográfico y nos prepara para la parte central protagonizada por el propio Astor y un gran Pino Presti. “Libertango” es una composición muy breve pero condensa en menos de tres minutos toda la esencia de la música del argentino. Si embargo, se echa de menos una mayor duración para desarrollar algunas ideas.




“Meditango” - El siguiente tema, aunque sigue sonando inconfundiblemente porteño, añade elementos jazzísticos en la introducción y también en la parte central en la que el piano se une a la sección rítmica para darle un giro a la pieza, que de la melancolía inicial pasa a un segmento uniformemente acelerado antes de detenerse bruscamente y dejarnos con la única compañía del bandoneón de Piazzolla. Lo disfrutamos durante unos instantes en los que prepara la extraordinaria melodía que cierra el tema, ya con la orquesta en pleno dialogando con el resto de instrumentos del noneto.

“Undertango” - Todos los títulos nuevos del disco son juegos de palabras en los que se combina la palabra “tango” con otra que representa estados de ánimo o situaciones relacionadas con la música. En esta ocasión nos encontramos con la esencia más arrabalera del tango (del “underground” bonaerense). Los arreglos, en cambio, son revolucionarios. El uso de la marimba, los juegos de percusiones de la parte final y el desordenado (en apariencia) cierre, hacen de “Undertango” una de las composiciones más arriesgadas del disco.

“Adiós Nonino” - La única pieza que no termina de encajar aquí es este clásico inmortal, no ya del repertorio de Piazzolla, sino de la música del siglo pasado. Es muy difícil encontrar una versión del mismo que salga airosa de la comparación con la que el propio Ástor grabó con su quinteto en 1969 y esta no lo consigue aunque sí que acerca la composición a un estilo diferente al original introduciendo alguna variación de cierto interés, especialmente en los arreglos para órgano Hammond del final.

“Violentango” - Timbales y batería nos reciben con fuerza en una de nuestras piezas favoritas del disco, desbordante de ritmo y energía desde el primer momento y con un importante papel del resto de instrumentos (el bandoneón siempre lo tiene) especialmente de las flautas y las percusiones en el segmento central. Más tarde aparece el piano y lo hace de un modo estelar durante un interludio en el que también brillan el bajo y el Hammond. Una obra maestra.




“Novitango” - Piazzolla recrea una y otra vez una melodía sencilla a la que se suma el piano eléctrico y las percusiones (de nuevo timbales y marimbas se nos antojan brillantes) para dar forma a otra pieza muy vanguardista y alejada de las formas tradicionales del tango. Si no escuchásemos el característico bandoneón, diríamos que no suena a tango y, sin embargo, es tango en estado puro. Quizá ese sea el gran mérito de Piazzolla a fin de cuentas: tomar una tradición, darle la vuelta por completo y llevarla a un estadio más avanzado.

“Amelitango” - El título hace referencia a Amelita Baltar, cantante y pareja artística y sentimental del músico justo hasta aquel momento. El tema comienza de forma similar a “Libertango” aunque el desarrollo posterior va por derroteros completamente diferentes. Si tal cosa fuera posible, se asemejaría a un tema de rock progresivo, especialmente por la evolución del tema y los arreglos de teclado, muy diferentes a lo que el músico había grabado anteriormente.

“Tristango” - Piazzolla siempre fue un gran admirador de Johann Sebastian Bach y la introducción de esta balada, al órgano Hammond, tiene mucho de homenaje a su música (uno de tantos que el argentino hizo en sus discos a lo largo de su vida). La pieza más adelante hace honor al título y despliega esa inevitable melancolía y tristeza que sobrevuela siempre a los artistas sudamericanos en el exilio, ya sea este forzado o voluntario, definitivo o temporal. Es el tema más largo del disco y esto hace que él podamos asistir a cambios de ánimo y estilos muy refrescantes como el alegre segmento central que divide en dos partes la obra. El tramo final vuelve a la atmósfera nostálgica del comienzo.




El legado de Astor Piazzolla es inmenso y lo convierte en uno de los músicos inmortales del pasado siglo XX con su música formando parte ya del repertorio clásico, cosa que muchos consideraban imposible por creer que su música “no existía si no la interpretaba él”. Su trascendencia seguramente hará que discos como este “Libertango” y, en general, toda su obra grabada, quede en segundo plano en el futuro en favor de la interpretación que otros hagan día a día de sus partituras pero eso, a nuestro juicio, no hace sino resaltar la importancia documental de estos registros, especialmente de los aparecidos a partir de su etapa en Italia por la gran calidad de las grabaciones en comparación con las anteriores. No es conveniente dejar pasar la oportunidad de hacerse con ellas si surge la oportunidad. Son verdaderas joyas.

Como despedida, os dejamos con Piazzolla interpretando en directo "Adiós Nonino":


 

domingo, 3 de julio de 2016

Miles Davis - Nefertiti (1968)



A veces los cambios más revolucionarios se ven precedidos de otros mucho menos perceptibles pero completamente necesarios para que aquellos tengan lugar. El disco del que hablamos hoy tiene una complejidad muy sutil. De hecho, en muchos sentidos nos parece, no ya continuista con respecto a lo que su autor había hecho antes sino, incluso, y en términos de estilo, un cierto retroceso.

Esa sensación fue la que nos quedó tras las primeras reproducciones del mismo pero es escuchándolo con más atención cuando nos damos cuenta del error. Tras una apariencia más o menos convencional se estaba preparando un nuevo avance. Un salto estilístico que de nuevo iba a colocar a su autor en la vanguardia de su estilo. El conocido como “segundo gran quinteto” de Miles Davis había dado ya algunos pasos hacia el free-jazz sin llegar nunca a abrazarlo del todo. Su revolución particular iba a ir en otro sentido y “Nefertiti”, el disco que hoy traemos aquí, iba a ser uno de los pasos hacia ella.

Parte de la importancia del disco viene dada por lo que ocurrió después. “Nefertiti” fue el último disco 100% acústico antes de que Davis incorporase la electricidad a sus trabajos. También iba a ser el último del quinteto como entidad unitaria. Todos repitieron en discos posteriores pero ya con la adición de otros músicos ampliando la formación. Además, aunque esto no era una novedad, ninguna de las piezas del disco está firmada por Miles Davis siendo Wayne Shorter el principal autor aunque no el único. Davis había decidido apartarse un poco de esa faceta, por un lado como una forma de tomar distancia y ganar en perspectiva hacia la música y por otro como una concesión al extraordinario talento de Shorter y Hancock. Con todo, el trompetista seguía teniendo un control total sobre su banda y era él quien tomaba en última instancia las decisiones sobre el repertorio introduciendo las modificaciones que creía oportunas en las piezas de sus compañeros.

El quinteto que graba el disco lo forman: Herbie Hancock (piano), Ron Carter (contrabajo), Tony Williams (batería) y los mencionados Miles Davis (trompeta) y Wayne Shorter (saxo tenor). El Disco se grabó entre junio y julio de 1967. La última sesión, de la que proceden tres de los cortes del mismo, tuvo lugar el 19 de julio, apenas dos días después del fallecimiento de John Coltrane.

Tony Williams, uno de los grandes protagonistas del disco.


“Nefertiti” - El disco se abre de forma sorprendente. A priori es todo normal. El saxo de Wayne Shorter interpreta una breve melodía escrita por el propio músico con. Algo más tarde es Miles Davis el que le acompaña repitiendo la misma secuencia de notas. Mientras tanto, la sección rítmica va creciendo alrededor del extraordinario trabajo de Tony Williams, especialmente en los platillos. Tras varias repeticiones de la misma melodía central, comenzamos a darnos cuenta de que estamos ante una composición en la que los papeles están cambiados. Los protagonistas no son los metales, que se limitan a la ejecución del mismo tema una y otra vez, sino la batería, que en cada repetición del motivo central ejecuta nuevos patrones cada vez más complejos. No es raro que se hable en casi todas las reseñas de un verdadero concierto para batería ya que es ese instrumento el que adopta el rol principal y lo hace se un modo sensacional. El propio Shorter confirmó que la idea era precisamente esa: escribir un tema pensando en Tony Williams. El resultado está a la vista de todos y “Nefertiti”, para muchos críticos, justifica por sí sola todo el disco.




“Fall” - El segundo corte retorna a la senda más transitada. Seguimos gozando de una sección rítmica superlativa pero ahora es Miles Davis el protagonista de esta balada preciosista en la que tanto él como Herbie Hancock rayan a gran altura. Shorter se reserva uno de sus solos más románticos para la parte final de una pieza de factura clásica y ejecución impecable.

“Hand Jive” - La única pieza del disco escrita por Tony Williams tiene la gran virtud de no ser un mero vehículo para su lucimiento. Por el contrario, la melodía central es magnífica y da pie a un solo de Davis absolutamente arrollador en la parte inicial de la pieza. Williams y Carter hacen un trabajo sensacional  revelándose como una máquina perfectamente ensamblada capaz de construir un ritmo trepidante cuajado de momentos brillantes. Cuando Shorter toma el relevo de Davis lo hace de forma brillante de igual modo que Hancock en el momento en que llega su turno. Una composición, en suma, que sonaba a clásico desde la primera escucha.




“Madness” - La “cara B” del disco empezaba con dos composiciones de Herbie Hancock. La primera comienza de forma poco convencional con el piano ejecutando un ritmo que nos descoloca un tanto para retirarse bruscamente y ceder el paso a Davis en un gran dueto con el contrabajo de Carter. Shorter da lo mejor de sí mismo en el segmento central de una pieza gobernada con mano ferrea por Williams. Como ocurría en el corte anterior, el esquema se repite cerrando la pieza Hancock al piano.

“Riot” - Con una intrincada virguería se abre este tema. En ella se ajustan con gran precisión los arabescos de Carter al contrabajo con el piano, la trompeta y el saxo interactuando con una exactitud abrumadora. El corte, con mucho el más breve del disco, evoluciona rápido hacia ritmos con un ligero toque latino

“Pinocchio” - Cerrando el disco, Shorter os deja una composición que tiene una cierta proximidad melódica con “Hand Jive” y cuya estructura es una pequeña broma relacionada con el título de la pieza ya que la melodía central incorpora elementos en cada repetición, creciendo como la nariz del propio Pinocho en el cuento. La pieza, al margen de eso, es extraordinaria y nos muestra a cinco músicos en la cumbre de sus facultades. Un verdadero espectáculo que es también la mejor forma de poner final a un disco como éste.




Con “Nefertiti” Miles Davis cerró una etapa de su carrera y se dispuso a abrir otra más excitante y arriesgada, si cabe, que todas las anteriores. La despedida no pudo ser más brillante y así, estamos ante uno de los discos mejor valorados por la crítica en general de toda la carrera de uno de los músicos clave para entender la historia de todo un género como el jazz, probablemente el movimiento musical más genuino de los surgidos en el siglo pasado.