Hay músicos que
en la mente de los aficionados siempre aparecen asociados a otros y, en muchos
casos, relegados a un segundo plano, víctimas de esa asociación automática e
inevitable. Recientemente hablamos de uno de ellos: Alexander Balanescu,
siempre ligado a Michael Nyman pero la lista sería mucho más extensa. En la
mayoría de las ocasiones, esa asociación se convierte en una injusticia porque
oculta los méritos y la calidad de la obra propia del artista “secundario”.
Hoy hablamos de
David Bedford, compositor y teclista británico cuya trayectoria estuvo
ensombrecida, primero, por Kevin Ayers, quien le requirió para orquestar uno de
sus trabajos, antes de incorporarle como teclista a su banda y, más tarde, por
Mike Oldfield convirtiéndose en el complemento perfecto; el filtro que serviría
para dar forma al torrente de ideas que surgían de la mente del inquieto niño
prodigio. Con Oldfield, Bedford inició una colaboración que dio como resultado
los mejores trabajos del autor de Tubular Bells. Lo curioso del tema es que la
historia bien pudo desarrollarse de modo distinto ya que fue Oldfield quien
comenzó tocando el bajo y la guitarra en los primeros discos de Bedford (el
primero de ellos, anterior a “Tubular Bells”). Sea como fuere, la trayectoria
de David con sus discos en solitario es más que interesante y podemos encontrar
en ella varios trabajos notables.
El estilo de
Bedford es muy personal y en él se combina la composición para orquesta, formas clásicas no exentas de toques
vanguardistas, piezas para teclado, obras más cercanas al rock sinfónico, etc.
El músico, cuyas primeras obras grabadas acompañaban a piezas de Ligeti en el
sello Deutsche Grammophon (lo que da una idea de su relevancia), había
publicado ya dos LPs antes del lanzamiento del que hoy nos ocupa con desiguales
resultados. El nuevo proyecto era más ambicioso que los dos anteriores: se
trataba de poner música al poema de Samuel Coleridge, “The Rime of the Ancient
Mariner” incorporando la narración de Robert Powell en determinados pasajes, siguiendo
una moda de la época cuyo ejemplo más significativo quizá fuera la recreación
del “Viaje al Centro de la Tierra” por parte de Rick Wakeman. El poema de
Coleridge es una de sus obras más reconocidas y para muchos, supone la llegada
del romanticismo a la literatura inglesa.
En la grabación,
Bedford toca prácticamente todos los intrumentos: pianos, órganos, flautas,
violines, percusiones... dejando la guitarra, como no podía ser de otro modo, a
Mike Oldfield. El actor Robert Powell se encarga de la narración y varios
alumnos del Queen’s College integraron el coro.
Una de las maravillosas ilustraciones de Gustave Dore para la edición del libro. |
El disco se
divide en dos partes por necesidades del guión (léase capacidad del disco de
vinilo). La primera cara la abre una fanfarria de corta duración que no es sino
la adaptación de la danza “La Mourisque” del compositor renacentista holandés
Tielman Susato. A partir de ahí y tras una breve introducción del narrador
entramos en un pasaje a base de piano y distintos instrumentos de teclado absolutamente
vanguardista, atonal y nada sencillo de escuchar. Es evidente que el valor como
músico de Bedford iba mucho más allá de su faceta de simple arreglista para
otros. Nueva intervención del narrador y entramos en una sección en la que el
órgano pone el fondo sobre el que escuchamos distintos instrumentos de
percusión creando un ambiente absolutamente fantasmagórico. No cuesta
imaginarse al viejo barco de la narración desplazándose lentamente por un mar en calma y rodeado de bruma por
todas partes. Un “fortissimo” del órgano muestra el momento central del
argumento, en el que el marinero abate un albatros, signo de mal agüero para
los navegantes de la época y volvemos entonces a la cacofonía pianística del
comienzo sobre la que destacan unas ominosas notas fugaces de órgano y flauta
que nos transportan de la inquietud al pánico. Vuelta a la narración antes de
entrar en una nueva sección de corte minimalista con el órgano jugando con una
monótona sucesión de notas una y otra vez mientras las flautas recuperan la
alegre melodía inicial pero a una velocidad mucho más lenta consiguiendo
convertir una animada tonada en un lúgubre presagio de desgracia. No tarda en
llegar ésta cuando los órganos asumen el protagonismo total repitiendo la frase
que antes ejecutaban las flautas decayendo lánguidamente hacia el final de la
cara del disco.
Comienza la cara
B del disco de forma parecida al final de la anterior pero con un hilo de
optimismo. Siguen sonando los órganos y continúan ahí las notas perdidas de la
danza de Susato. Tampoco hemos perdido de vista al piano que interviene
ocasionalmente, como para recordar que sigue ahí en los momentos previos a la
aparición de la inconfundible guitarra de Oldfield que ejecuta una serie de
notas sueltas, como deslavazadas en una especie de letanía procesional durante
unos minutos que va enriqueciéndose poco a poco en diálogo con el órgano y el
piano en un pasaje que nos recuerda ligeramente al arreglo orquestal realizado
por el propio Bedford de “Tubular Bells”, uno de cuyos fragmentos nos mostraba
también a Oldfield a la guitarra. Concluído este episodio volvemos al
minimalismo con una espiral de órgano que se nos antoja ciertamente deudora de
la obra de Terry Riley. La adición de unas voces distorsionadas, de carácter
fantasmagórico, acrecienta la sensación de pesadilla de trance onírico de todo
el fragmento. Súbitamente llegamos al gran momento del disco, un remanso de paz
en medio del terror en el que Bedford acopla la canción tradicional “The Rio
Grande” a un fondo de piano que nos recuerda por fuerza al “Ave María” de
Gounod construido sobre una melodía de J.S.Bach. El coro angelical que
interpreta la canción se ve reforzado por la guitarra de Oldfield en una
intervención preciosa. La severa ralentización de la canción original propuesta
aquí por Bedford la mejora hasta convertirla en un himno que podría acompañar
cualquier oficio religioso. Desde aquí hasta el final, aún queda tiempo para
disfrutar una bonita secuencia de piano, llena de ritmo, acompañada por un
crescendo de órgano que culmina con lo que es el final de la obra, recuperando
la fanfarria inicial para cerrar así el disco.
“The Rime of the Ancient Mariner” no es un disco fácil y
tampoco tuvo una gran acogida comercial. El tema no era excesivamente popular
y, a pesar de ser los setenta una época de gran experimentación en la que las
propuestas más descabelladas tenían su hueco en un panorama artístico
riquísimo, la música de Bedford se quedó a medio camino entre la
experimentación más radical de su primer disco en solitario y una apuesta más
clara por el rock o incluso el pop que, con seguridad, le habrían dado más
réditos de todo tipo. No obstante, consideramos que el trabajo es una obra
a tener muy en cuenta y que merece la pena hacer el esfuerzo y darle un par de
escuchas de vez en cuando aunque, como hemos indicado en varias ocasiones, no
es un disco de sencilla asimilación. Afortunadamente, el disco no es complicado de encontrar hoy en día. Lo tenéis a vuestra disposición en los siguientes enlaces:
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